lunes, 1 de julio de 2013

El Lago de Mi Castillo

Finalmente me había mudado a la nueva casa, nueva por recién comprada, porque de nueva tenía solo el contrato de venta "pura, perfecta e irrevocable" en las que ahora aparecía mi nombre.

La casa tenía un estilo barroco según el vendedor, el cual era un viejo hombre heredero que había conocido en el bar del pueblo de La Sabana. Aquel hombre pasaba sus últimos días en un rancho de Charallave, con gallinas y botellas de ron, que le permitían mantenerse vivo mientras sus hermanos morían y dejaban la disputa por aquella casa de "la época de María Castaña".

Para mi, un confeso ignorante del arte, aquella casa era tan solo una vieja casa gris, una ganga para ser tan grande, a pesar de estar a una hora y media de Caracas y parecer perdida entre tanta maleza y óxido.

Mi padre ayudó a que la casa luciera menos abandonada, yo solo me encargué de llevar mi cama y ponerla en el anexo, que, para mi gusto, era más acogedor que aquel enorme castillo hecho para que gigantes de 4 metros hicieran pasar sus caballos tal como una mascota más a sus jardines. Que molestia me acababa de ganar, sin embargo, al darme cuenta que faltaba la reja principal, esa que impedía que curiosos campesinos visitaran la "vieja novedad" sin discriminar los espacios privados de aquel terreno descomunal.

Pero nada más era molestia, por la noche aumentaba mi curiosidad por las sombras que se dibujaban en la pared, adornando los sonidos que salían de mi boca, poseídos por el eco de la soledad y las ramas de los árboles cayendo en la oscuridad. Gritos, gemidos y jadeos, ¡años sin practicar mis guturales! que perfecto escenario para compartir el amor desenfadado por los sonidos más prehistóricos del universo, el del coito irrestricto.

Cada mañana era gris, húmeda y calurosa, de nuevo con los curiosos vecinos que con el tiempo empecé a saludar estando en ropa interior (o sin ella) a ver si se iban espantados por mi velludo cuerpo de neandertal, pero no, todo el contrario, se sentían bienvenidos por la casa, que era misteriosamente cubierta por la niebla, la misma que no me había dejado ver un lago que rodeaba el costado izquierdo de la enorme casa principal.

Me doy cuenta que el lago (casi una piscina) no está sucio, muy raro teniendo en cuenta que debería estar verde, mohoso, lleno de hojas, pero más bien, todo lo contrario, se puede ver el fondo celeste, parto de algo parecido al mosaico. Quedo fascinado por el acontecimiento, quedo hipnotizado por su brillo, su esplendor, aún con tanta niebla, el lago parece estar llamándome. Procedo a quitarme la ropa que llevaba puesta, mi favorita para aquel momento, una "chemise" de rayas naranjas, pantalones de jean recortados por una hojilla y zapatos de tela rotos por ser tan pequeños para mis chuecos y enormes pies. El agua me recibe, cálida y transparente, me hace querer nadar desnudo, invita a que me pasee por sus bellezas, descubro algunos mosaicos rotos, no importa, es toda mía.

Pasan los días, y ha llegado la hora de partir de aquel letargo. Antes de irme a la ciudad, enseño a una amiga aquel curioso lugar: los vecinos, la niebla, la casa gris me gustaba llamar "el castillo" y, por supuesto, aquel lago que me robó el corazón y que tantos momentos de placer sincero me brindó. El lago, sin embargo, aún sin estar mohoso, era rojo, advertimos que, ya no era el lago transparente que conocí, se manchó repentinamente de sangre, los mosaicos que contenían sus aguas cambiaron de color frente a nuestros ojos, quizás en forma de protesta, por mi supuesto abandono, o porque quizás alguien murió ahí, un vecino ebrio, una gallina ahogada, un libro no leído, mis sentimientos, o, más bien el propio lago, agonizando por el amor que alguna vez le di.

Basado en un sueño real.